Mañana se cumplirán 115 años de la llegada del primer tren a Morata.
Ese domingo, muy caluroso, según resaltaron entonces todas las crónicas
periodísticas que cubrieron el acontecimiento-, todo el pueblo se echó a la
calle para celebrar lo que entonces se consideró, con razón, un acontecimiento
crucial para el futuro del municipio y de toda la comarca de la vega del
Tajuña. En Morata, como en todos los pueblos por los que se tendieron las vías
del Ferrocarril del Tajuña, se entendía que la llegada del tren era el punto de
partida para avanzar en la mejora y
en el progreso de sus habitantes. En aquél lejano 1901 aún se viajaba en las
viejas diligencias, quien podía permitírselo, o en los carros que hacían el
camino hacia Madrid para vender en la capital las cosechas del campo morateño.
La llegada del tren era una nueva alternativa de transporte, desde luego no
accesible a todo el mundo, pero que significaba un antes y un después y nada
menos que sumarse al futuro representado por el ferrocarril. Este medio de
transporte, desde su aparición en España a mediados del siglo XIX, marcaba la
frontera entre lo viejo y lo moderno, entre el pasado y el futuro, entre un
mundo que acababa y una promesa de avance social.
Suelto publicado en La Época el día anterior a la inauguración de la estación de Morata
Pese a todos los problemas que surgieron desde que se planteó la
ampliación de la línea férrea que ya llegaba a Arganda desde mucho antes de
finalizar el siglo, los ayuntamientos de Morata, Chinchón y Colmenar se
implicaron económicamente en el trazado del ferrocarril –como años después lo
harían el resto de los pueblos ribereños del Tajuña, por los que se prolongó la
línea según avanzaba la nueva centuria-. Los productos de la vega junto con el
vino y el aceite; la remolacha que se transformaba en la azucarera de La
Poveda; la piedra caliza y el yeso de las canteras de Morata y del resto de los
pueblos de la comarca; el papel de la fábrica de el antiguo batán; las aguas de
Carabaña… y, en fin, todo el producto del trabajo de los pueblos que se
encontraban en la ruta del ferrocarril pasaron, de la noche a la mañana, de un
día para otro, a estar mucho más cerca de Madrid, si no en la distancia, sí en
el tiempo: pese a la proclamada lentitud del tren de Arganda, el ferrocarril significaba en esos años un avance
que debería haber significado el despegue definitivo de toda la comarca y de
todos sus habitantes. Sin embargo, no fue así, o al menos no en la medida de lo
que el día de la inauguración se proclamó en los discursos proclamados en el
viejo palacio de Altamira y en las notas de prensa:
Lo que en Morata vimos es
indescriptible: los cerros, la vía, las avenidas todas de la estación
engalanadas con profundo follaje, estaban invadidas por muchedumbre inmensa que
mezclaba sus gritos de delirante entusiasmo al estampido de los cohetes que,
cual si creyeran estrecho el campo abierto,, querían llevar a los aires la
explosión del entusiasmo que aquel pueblo sentía al ver realizado el más
halagador de los sueños, la más bella de las esperanzas: la de tener ferrocarril
que exportara los productos que allí están menospreciados por falta de salida y
les proporcionará otros que por la dificultad de los transportes les resultaban
caros y forzosamente por este motivo escaseaban. (Revista Ilustrada de Vías Férreas, 10 de
agosto de 1901).
Que el Ferrocarril del Tajuña fuera considerado de categoría
secundaria y, sobre todo, la falta de un impulso claro a la hora de lograr una
conexión con el litoral mediterráneo fue determinante para ahogar
económicamente un ferrocarril cuyos responsables nunca dieron el impulso
necesario para conectarlo con otras líneas que dieran viabilidad y continuidad
al proyecto. Cabe preguntarse ahora qué hubiera pasado si, tal como se planteó
en su momento, el Ferrocarril del Tajuña hubiera avanzado hacia Valencia en
detrimento del enlace con el Ferrocarril Central de Aragón, una alternativa
que, aparte de atravesar una región prácticamente despoblada, a la postre
tampoco se concluyó. Cuando a finales de la década de los años 20 del siglo
pasado, la compañía daba ya por abandonado el enlace con las tierras
aragonesas, estaba claro que al ferrocarril sólo le quedaba por delante una
lenta pero segura agonía: los destrozos provocados por la guerra civil, la
competencia del transporte por carretera y el nulo apoyo de las
administraciones públicas certificaron el abandono del tráfico de viajeros como
antesala de lo que sería la reconversión en ferrocarril de mercancías que, a la
postre, fue el último servicio del viejo tren del Tajuña.
Moneda conmemorativa del centenario del Ferrocarril del Tajuña acuñada en 2001 por iniciativa del Ayuntamiento de Morata de Tajuña
De lo que en 1901 era la vía hacia el futuro de toda la comarca pocos
vestigios quedan. En su primer tramo, la línea del metro a Arganda corre
paralela a las viejas trincheras de las vías del Ferrocarril de Arganda. El
trazado de la vía verde –con escaso mantenimiento y casi abandonada por la
administración desde su construcción- es solo un triste recuerdo de lo que
significó la llegada del tren a los pueblos de la ribera del Tajuña. En su
cicatera actitud ante el sureste madrileño, la Comunidad ni siquiera intentó
recuperar las viejas estaciones para ofrecer algún aliciente añadido a los
usuarios de la vía. Resulta desolador pensar que hoy, en pleno siglo XXI, la
comarca se ha quedado a la cola de la comunidad en cuanto a alternativas de
transportes: si en 1901 el Bajo Tajuña presumía de tren y del impulso que este
iba a significar para su economía, hoy la comarca ocupa los últimos lugares en
índices de desarrollo de toda la Comunidad de Madrid y el tren… ni está ni se
le espera.
Trazado del ferrocarril en 1913
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